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Verificado por Psychology Today

Miedo

Política basada en el miedo: el auge del autoritarismo

¿Qué tan peligrosas son las creencias políticas que se centran en el miedo?

Los puntos clave

  • El autoritarismo es un peligro persistente, incluso en las democracias avanzadas.
  • Los autoritarios suelen recurrir al miedo y a la ira, y a promesas de protección, para asegurarse el control.
  • También es fundamental un estilo de moralidad antiguo que premia el éxito partidista y falsas narrativas.
  • La teoría de la personalidad autoritaria es esencialmente un desafío para que todos evitemos esas seducciones.

Mi padre, profesor universitario, solía asignarles a sus alumnos el libro El señor de las moscas, una novela de William Golding de 1954 que imagina la difícil situación de un grupo de estudiantes británicos cuyo avión se estrella en una isla desierta. A medida que se desarrolla la historia, los lectores se encuentran enfrentándose a la pregunta: ¿la gente es básicamente civilizada y respetuosa? ¿O se guía por impulsos más oscuros, de búsqueda de poder?

Quienes no conozcan el libro deben saber que el grupo se divide rápidamente en dos bandos. El primero está liderado por Ralph, quien ha sido elegido por todos los chicos para administrar sus asuntos, convocarlos a reuniones y asegurarse de que mantengan una señal de fuego para buscar su rescate. El segundo líder es Jack, un tipo aventurero que encabeza partidas de caza y desatiende las peticiones de Ralph de mantener la señal encendida.

A lo largo de la novela, muchos de los chicos comienzan a temer que haya una bestia oscura en la isla que los amenaza y de la que solo Jack ofrece protección. Una grotesca cabeza de cerdo, el señor de las moscas, se coloca en un poste como una especie de tótem sagrado. Los muchachos civilizados pierden su posición y son perseguidos.

Recuerdo el trabajo de Golding aquí porque su preocupación central: si la sociedad debería organizarse en torno a las esperanzas más brillantes de las personas para su bienestar colectivo o en torno a sus peores temores, es especialmente pertinente en esta temporada política en el mundo. Igualmente importante es su preocupación de que las circunstancias puedan “inclinar” a los ciudadanos comunes y respetuosos de la ley a convertirse en versiones muy diferentes de sí mismos. Todos estamos familiarizados con las emociones positivas como el amor, la bondad y la esperanza, así como con las negativas como la ira, el odio y el miedo. Pero ¿cuál de los dos conjuntos es el motivador más fuerte del comportamiento humano?

He escrito anteriormente en este blog sobre lo que llamo el “círculo de la compasión”, es decir, el grado en que mostramos preocupación y respeto por otras personas. La mayoría de nosotros incluimos a nuestra familia y amigos cercanos en ese círculo. Con menos entusiasmo, nos preocupamos por otros que conocemos, tal vez compañeros de trabajo y vecinos. Poco a poco, ese compromiso se debilita. El desafío de la persona civilizada es reconocer el valor de la mayor cantidad posible de personas, incluso de aquellas que son totalmente desconocidas para ella o que tienen puntos de vista muy diferentes a los suyos.

Es justo decir que la mayoría de nosotros no estamos a la altura de este alto estándar. Con frecuencia, somos indiferentes a quienes no conocemos. Peor aún, podemos volvernos hostiles a quienes consideramos “diferentes”.

Se podría pensar que esta actitud de “nosotros y ellos” es una reliquia de siglos pasados. El regionalismo, el prejuicio étnico, el antagonismo de clase y la hostilidad religiosa fueron elementos importantes de ese pasado. Lejos de haber quedado atrás, están resurgiendo en nuestra propia época. Como las sociedades contemporáneas son ahora gigantescas en escala, se caracterizan por una inmigración y una movilidad social extensas y exhiben cambios económicos complicados, algunos en los grupos dominantes sostienen que las minorías son ahora “peligrosas”. Según el argumento, esos grupos desfavorecidos aceptan trabajos con salarios más bajos, superpoblan los barrios, agotan los recursos de las escuelas y los servicios sociales, cometen delitos y cambian el tenor de la vida comunitaria. Una versión extrema de esta visión partidista sostiene que los grupos establecidos desde hace mucho tiempo deberían expulsar a los forasteros y defenderse de otras formas contra sus incursiones. La única manera de garantizar estos cambios es que “nuestro grupo” esté a cargo.

El peligro del autoritarismo

Después del fin de la Segunda Guerra Mundial, un grupo de académicos del Instituto de Investigación Social de Nueva York se planteó una difícil cuestión: ¿cómo pudo un país poderoso y sofisticado como Alemania sucumbir a un demagogo antiintelectual como Adolf Hitler? ¿Cómo pudieron producirse los horrores de esa guerra, y más concretamente los del Holocausto?

Sin duda, hubo muchas causas: la vergüenza nacional por perder la Primera Guerra Mundial y las condiciones de paz que se impusieron, las terribles condiciones económicas de la Gran Depresión, las ambiciones imperialistas insatisfechas, la creciente amenaza de la Unión Soviética y una Europa débil y dividida, entre otras. Para esta mezcla de factores, los académicos propusieron una teoría diferente, más psicológica. En su opinión, muchos alemanes que apoyaban al nazismo tenían un conjunto de preocupaciones y creencias orientadoras que los hacían vulnerables a los llamamientos de Hitler.

Esa teoría de la “personalidad autoritaria”, como se la suele llamar, subraya que grandes sectores de la población alemana se sentían desorientados por los dramáticos cambios sociales que veían a su alrededor. En una época de privaciones económicas, se oponían al hecho de que algunos grupos sociales parecieran estar prosperando. Les disgustaba el comportamiento más libre y la decadencia de los años 1920. Se culpaba a los intelectuales, artistas, extranjeros, gitanos y judíos.

Frente a esta cultura urbana emergente, se reafirmaba una mitología de la comunidad popular alemana. Alemania recuperaría su destino histórico, o eso afirmaba Hitler, si tan solo volviera a los sólidos cimientos de su pasado rural. La eliminación de los forasteros y los inconformistas era un elemento de ese compromiso.

En ese contexto, la teoría se centra en la fascinación de algunas personas por los líderes fuertes y dinámicos que prometen limpiar y purificar la sociedad. Los autoritarios prefieren respuestas en lugar de preguntas, estructuras claramente definidas en lugar de situaciones vagas y cambiantes. Los partidarios del autoritarismo, que detestan a los desviados y a otras personas que parecen despreciar las normas tradicionales, quieren creer que han sido restaurados al lugar que les corresponde en el esquema de las cosas.

La dinámica entre el miedo, el enojo y el autoritarismo

La teoría de la personalidad autoritaria fue criticada por ser una interpretación demasiado amplia del carácter nacional. Centrada en los peligros del fascismo, prestó muy poca atención a otras formas de autoritarismo, especialmente las que se encuentran en el totalitarismo de izquierda.

Una mejor interpretación, entonces, es considerar el autoritarismo como un patrón que se encuentra en todas las sociedades y en todos los tiempos. Hoy, algunos de nosotros nos sentimos atraídos por líderes carismáticos, aspirantes a hombres fuertes que afirman tener todas las respuestas a nuestros males sociales. Por lo general, esos líderes comercian con la moneda del miedo. Sin ellos, o eso insisten, la sociedad se derrumbará. Sus seguidores perderán los niveles de éxito que han trabajado duro para obtener. Los forasteros se infiltrarán en todas las dimensiones de la vida social. Volver a los viejos patrones sociales es sin duda el antídoto contra lo que nos aflige ahora.

El miedo, debo enfatizar, es una emoción claramente negativa, una condición que se siente mal de poseer. Por esa razón, muchos lo convierten en ira, una emoción que restaura la agencia, la dirección y la autoestima. La ira se vuelve más eficaz cuando va acompañada de capacidad o poder, la sensación de que uno puede lograr sus ambiciones. Y esa sensación de capacidad se expande dramáticamente cuando esas ambiciones son compartidas por millones de otras personas.

Jurar lealtad a un líder dinámico parece ser para los partidarios la ruta más segura para recuperar el poder personal que sienten que se les escapa. Concederle “autoridad” a ese líder significa reconocer que no sólo tiene el poder sino también el derecho a hacer lo que quiera. Tal es la psicología, y el peligro siempre presente, de la política moderna.

A version of this article originally appeared in English.

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Acerca de
Thomas Henricks Ph.D.

El Doctor Thomas Henricks, es Profesor de Sociología en Danieley y Profesor Universitario Distinguido en la Universidad de Elon.

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